Hay conciertos que se sienten como una reunión de curso. No por lo formal, sino por lo íntimo: las mismas caras, los mismos saltos, la misma energía que, con los años, ha ido mutando, madurando, pero que sigue ahí. Así se sintió la tocata de Niños del Cerro el pasado viernes 11 de julio en Club Chocolate, un espacio que vibró con la emoción compartida, saltos y canciones que nos han acompañado con el paso egoísta del tiempo.
Por: Joaquín Bravo
Fotos: Gabriela Torres
La noche partió con una grata sorpresa: Scott y los Pelmazos ofrecieron una presentación fresca y sólida, cargada de texturas y una mezcla estilística que no pasó desapercibida. En una época donde muchos actos nuevos intentan pegar con fórmulas repetidas, ellos apostaron por una combinación poco común entre rap, jazz, fusión y alternativo. El resultado: una experiencia musical envolvente y honesta, que dejó la vara alta. Cada canción estaba llena de ideas, con una energía viva, pero a la vez controlada, mostrando que están en un momento creativo fértil.
Pero la noche ya tenía a un protagonista. Niños del Cerro regresaba a las pistas con un show extenso, de casi casi, dos horas. Con una puesta en escena sin artificios (y una máquina de humo a todo ritmo), la banda se dedicó a hacer lo que mejor sabe: construir paisajes sonoros emotivos, intensos, íntimos y colectivos al mismo tiempo. Tocaron un repertorio que equilibró PASADO, PRESENTE Y FUTURO, con canciones inéditas de su próximo disco conviviendo perfectamente con clásicos que han marcado a toda una generación de ‘’indies’’.
El público coreó con euforia temas como Mamire, Contigo, Flores, Labios, Dedos y La Pajarería, y recibió con la misma entrega las nuevas canciones que presentaron, lo que habla de una relación que va más allá del fanatismo momentáneo: acá hay una comunidad construida sobre años de escucha, de crecimiento conjunto, de momentos compartidos a través de la música. Fue emocionante ver a muchas de las mismas personas que los seguían hace diez años, ahora con otra edad, otros cuerpos, otras vidas, pero con la misma devoción. Ese vínculo generacional que Niños del Cerro ha cultivado con su audiencia es uno de sus logros más profundos.
En lo musical, la banda sonó más prolija que nunca, superándose cada vez que tienen la oportunidad. La voz del Simón conserva su sello emotivo, pero con una madurez que se nota en los matices, en la forma de sostener cada palabra sin forzar, con intención. Pepe en la batería es un motor que da firmeza sin rigidez, tiene una precisión técnica que le da peso al sonido de la banda, pero también la flexibilidad para adaptarse a los cambios de ánimo y tempo que proponen sus canciones. Blondie, en el bajo y los coros, sigue siendo una presencia magnética: su forma de tocar tiene cuerpo, y además aporta una dimensión melódica y vocal muy bacán, sin el nada seria igual. Nachito en la guitarra, brillante como siempre: sigue inventando formas nuevas de construir atmósferas, con riffs y arpegios que dialogan entre el post-rock, la música latinoamericana y lo experimental. Y Diego, con sus líneas y arreglos, aporta siempre esas melodías preciosas que elevan cada canción a un lugar emocional más alto. Su presencia muchas veces discreta se convierte en el hilo invisible que sostiene los momentos más delicados del set.
La banda ha sabido reinventarse en cada disco. Desde los aires andinos mezclados con emo y post-rock de Nonato Coo, pasando por la densidad luminosa de Lance, hasta la introspección más directa de Suave Pendiente, cada etapa ha sido un paso consciente hacia algo distinto. Y lo nuevo que mostraron este viernes parece seguir esa lógica: canciones más cortas, con estructuras más claras, pero igual de cargadas de emoción. Más pop, quizás, pero sin renunciar a la identidad que los ha distinguido desde siempre.
Verlos en escena, ver al público —que ya no es solo adolescente— entregado y feliz, es una postal del paso del tiempo: ver cómo crecemos junto a las bandas que amamos. Porque si Niños del Cerro fue banda sonora de la juventud indie de los 2010, hoy es símbolo de continuidad, reinvención y resistencia en una escena que a veces se siente tan fugaz. Y no es menor: en tiempos donde muchas bandas duran un disco o una moda, ellos siguen firmes, creciendo sin perder sensibilidad, sin acomodarse.
Con promesas de nueva música en camino, esta presentación fue un reencuentro, un reencuentro con personas que ya se sienten como amigos. Uno de esos que te recuerdan por qué empezaste a seguir a una banda en primer lugar. Y una señal clara de que, aunque el sonido cambie, hay esencias que no se apagan.